lunes, 10 de enero de 2011

La mejor instrucción


Estos días he recibido elogios gracias a un talento otorgado por Dios, el canto. Sabemos que el ser humano es probado por las palabras de sus semejantes, en especial porque el corazón desea recibir la gloria de este mundo. Ahora bien, debo reconocer que no tengo nada por qué envanecerme, todo lo que sé en el ámbito musical es por su gracia, literalmente.

Quienes me escuchan hoy deberían estar agradecidos por no haberme oído cantar hace algunos años, era terrible. Hubo personas que profirieron palabras para desanimarme y, durante mucho tiempo, lo consiguieron. Si permanecí fue por un sueño, una visión sembrada en mi alma cuando tenía diez años. No desistí, tuve que aferrarme a esa determinación y perseverar para lograr mi objetivo. Superé incluso mi timidez natural para seguir adelante.

Sin embargo, la mejor instrucción musical que he recibido (a la cual debo, sin duda, todos los elogios inmerecidos) vino de donde menos la esperaba. Hace tres años fui contratada como maestra de inglés en una escuela primaria. Ese trabajo ha sido un reto enorme para mí. Tiene algunos beneficios, pero para mí posee algunas características contrastantes con mi forma de ser; el ruido, por ejemplo, me es insoportable. En las clases no hay ni un segundo de silencio.

Lo peor cuando comencé, fue descubrir que después de hablar más de siete horas diarias mis cuerdas vocales estaban agotadas e imposibilitadas de cantar. Siempre viví cantando. Recuerdo mi adolescencia entre melodías entonadas al caminar, limpiar, al hacer cualquier cosa. Al trabajar como maestra tuve que guardar completo silencio, con el temor de dañar mi voz permanentemente.

Como un pez fuera del agua, me sentía desesperada. A pesar de mis esfuerzos para evitar levantar el volumen de mi voz, nada resultaba; siempre estaba enferma, afónica. Derramé lágrimas de impotencia, nadie podía comprender ese dolor tan cruel, la distancia entre mi sueño y mi realidad, entre el sonido y el silencio, entre el amor y la soledad.

El milagro sucedió poco a poco, ni lo percibí. Empecé a cuidar mi forma de respirar y fui recuperando la capacidad de hablar. Pasaron algunos años y, aunque aún me es difícil cuidar mis cuerdas vocales, cada vez me enfermó menos. Entonces mejoré cantando. ¿Quién diría que impartir clases a niños me ayudaría a cantar mejor? Yo nunca lo hubiera imaginado. Pero Dios es el mejor maestro, nos enseña de maneras difíciles de comprender. El resultado que proviene de su instrucción es un fruto que cambia nuestras vidas. No debemos rehusarnos a aprender a su modo.
Hoy fue el reinicio de clases y creo que, al menos por un tiempo, seguiré aprendiendo. No sólo canto, como maestra he aprendido mil cosas extraordinarias.

1 comentario:

  1. Andie

    Que bueno que Dios puso en tu corazón tanto el querer como el hacer, de dar gracias a Dios en todo momento, tanto en los buenos como en las tribulaciones, porque estas estan incluidas en el Plan agradable y perfecto de El para nuestra vida, y aunque en el momento desgarren nuestra alma, en un futuro cuando veamos y entendamos el porque era necesario que sucedieran , con lágrimas en los ojos, volveremos a agradecėrcelo con todo nuestro corazón, con mucha mayor intencidad. Cuando pasamos alguna tribulación , hasta con lagrimas en los ojos decimos gracias, pero cuando entendemos el porque, esas lagrimas se traducen en felicidad. Dios te siga bendiciendo ...

    ResponderEliminar